martes, 9 de febrero de 2016

Con Anchoas

         A punto de cerrar mi pedido, lo habitual, una grande de muzza, antes de hacer el último click, como una ráfaga de viento que abre una ventana de golpe, se me ocurrió pedir como adicional unas anchoas. Hay momentos en la vida de un hombre en que debe animarse a salir de la rutina. Las anchoas eran un grito de rebelión contra el destino. Eran una piedrita en el delicado engranaje de un reloj. Ahí sí, fue el click nomás.


         Debo decir que encomendé la noble tarea del pizzero a un mercenario como Zapi. A veces el dinero no alcanza para contratar un sicario y no queda otra opción que contentarse con adquirir un frasco de veneno y encargarle el asunto a un amateur.

         Mis ilusiones se escurrieron como arena entre los dedos después de la primera hora de espera. Como no tenía intenciones de interactuar con otros seres humanos, no me digné a llamar al local a ver qué estaban tramando. De todas formas mi paciencia descansaba en dos milanesas que hacían vigilia en la heladera. Pasados treinta minutos más, dichas milanesas sirvieron con gusto a la patria y se batieron a duelo con el hambre que había poseído a mi organismo mortal. Su sacrificio jamás será olvidado.

         Llegada la medianoche, mientras abstraído contemplaba el vaivén de las hojas de un árbol, sonó el portero. No podía ser la pizza, esa ya era una batalla perdida, seguramente se tratara de mi hermano, el legendario y controvertido Sunga (más controvertido que legendario). Al levantar el tubo, para mi sorpresa, una voz desconocida anunció la llegada de mi comida. Con indiferencia la busqué. El marihuano del delivery me entregó una caja tibia que me advertía sobre la temperatura del contenido. Habían sido dos horas de espera. Para mis adentros pensaba si correspondía darle propina o regalarle una mirada de desaprobación tan fría como la pizza que ponía en mis manos. Pobre muchacho, tal vez no había sido su culpa. Le dí cinco pesos. Pero no le dije buenas noches.

         Apoyé la caja en la mesa ratona y me dispuse a abrirla. La caja era un pimpollo, la pizza era la flor, yo era la primavera. No tenía hambre, pero la abría con la curiosidad de quien busca en internet el paradero de algún viejo amor. El contenido me impactó, las anchoas no descansaban en su sueño eterno sobre el digno colchón de queso, no. Se trataba de una pizza de anchoas. Al lector desprevenido le explico que hay una diferencia importante entre pedir una muzza con anchoas y pedir una pizza de anchoas. La segunda no conoce el cálido abrazo del queso.

         ¿Cómo explicar mi desilusión? El olor emanado había despertado no sé si el hambre, pero sí las ganas de comer. Derrotado, sin dignidad, le abrí los brazos a dos porciones y las invité a pasar. Entonces me di cuenta que el destino se había burlado de mi grito de rebelión, me había dado una terrible lección, la suerte es una generala servida en el cubilete del universo.

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