domingo, 21 de febrero de 2016

Carlos Juan Carlos, the helium balloon chaser

Había una vez un niño llamado Carlos, o su nombre era Juan Carlos o Carlos Juan Carlos. Carlos Juan Carlos. A Carlos le fascinaban los globos de helio. Nunca había tenido uno, pero podía pasar horas mirando el racimo de uvas multicolores que se suspendía en el aire, a veces bailando con el viento, a veces tironeando de sus ramitas para escapar al cielo infinito.

Un día, mientras contemplaba aquellos esferoides, aquellos planetas sin órbitas, decidió que era el momento de hacer algo al respecto. "En un abrir y cerrar de ojos me convertiré en adulto y dejaré de interesarme por los asuntos verdaderamente importantes", se decía. Y reflexionaba, "en algún punto me enteraré que los globos no son mágicos, que no tienen vida, que no entrañan ningún misterio . En algún momento suscribiré a teorías que hablan de las densidades de los gases y dejarán de maravillarme".

Comenzó a elaborar un plan para robarse todos los globos que el payaso fríamente comercializaba como si fueran simples objetos. Pero no los iba a robar, los iba a rescatar. ¿Qué haría después con ellos? Los globos se lo indicarían.

Vigiló el comportamiento del payaso durante semanas y semanas. Conocía todos sus movimientos. Sabía, por ejemplo, que los jueves se iba temprano y los viernes llegaba tarde y con resaca, ¿cómo era posible que un ser tan irresponsable tuviera a cargo la noble tarea del guardián de globos?. También sabía que el comportamiento de los globos podía describirse usando una serie de Fourier y que en los días de baja presión, parecían apaciguarse. Conocía los tiempos de descanso del bufón. Al mediodía, antes de almorzar, se escabullía a orinar en los arbustos. La orina dibujaba una media parábola e incidía con un ángulo de sesenta grados respecto del suelo horizontal, ángulo que aumentaba hasta noventa, cuando el chorro empezaba a menguar. Carlos Juan Carlos sabía que este proceso duraba entre cuarenta y cinco y sesenta segundos, y unos dos minutos los viernes, los viernes de resaca.

Tenía estudiado todo, el cantar de los pájaros, los viejos del parque, las bicicletas, gente llamada Carlos. Todo.

Un viernes decidió poner en marcha su plan. Todo estaba ideado perfectamente, iba a funcionar como un reloj suizo, o como el suizo Roger Federer, o como el suizo Roger Federer usando un reloj suizo. El payaso comenzó su rutina. Carlos Juan Carlos, quien se dejaba apodar Carlitos Juan Carlos, pues nadie se animaba a aplicar los dos diminutivos ("cada Carlos es más importante que el anterior", sostenía Carlitos Juan Carlos, máxima que su padre, Carlos Juan Carlos Carlos Juan Carlos Carlos, le había dado en su lecho de muerte), se acercó lentamente a su víctima.

El incauto payaso sostenía los globos en el lugar de siempre, Carlitos se acercó, le dió con toda su fuerza un puntazo en la pantorrilla derecha, manoteó los hilos y se echó a correr con el tesoro. El plan había sido un éxito. 

Podría uno objetar que su plan no era brillante ni mucho menos, que no hacía falta tanta inteligencia y esfuerzo, y estaría en lo cierto. Pero a Carlos le gustaba recopilar datos inútiles, como aquella vez que estimó la media mensual de automóviles que pasaban por enfrente de su casa, con un error de cálculo del 10%, sólo para cruzar la calle (y casi lo atropelló una moto).

No hubo tiempo de admirar la cara de dolor, odio, resaca, ganas de orinar y, tal vez, intriga, que escondía el payaso tras su sonrisa tristemente maquillada. Carlos Juan Carlos corría como el viento, Carlos Juan Carlos era uno con el viento. En su mano llevaba los hilos de la libertad.

De pronto, una imperfección en el terreno hizo que el niño tropezase y volara junto con los globos. Cayó mirando al cielo mientras veía cómo las esferas emprendían su retirada al espacio, que es a donde pertenecen. Esa era la voluntad de los globos, finalmente le habían dicho qué hacer. Mientras los contemplaba, algo le perturbó, notó que flotaban hasta cierta altura y empezaban a moverse hacia los costados, los mediocreschatos costados. Entonces, mientras observaba la escena, mientras oía los gritos del payaso que se acercaba a darle la correspondiente paliza, quitó su vista del firmamento y se dio cuenta que en la vida no vale la pena arriesgarse por cosas que no pretenden atravesar el cielo. Y lo fajaron fuerte.

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